jueves, 25 de septiembre de 2014

Viejos consumos en la literatura argentina: mejillones al rescoldo y liebre al curanto en los canales fueguinos

A la hora de buscar testimonios artísticos y culturales relacionados a los consumos argentinos del pasado es habitual toparse con nombres recurrentes. Así sucede, por ejemplo, con directores de cine como  Luis  César  Amadori  o  Mario  Soffici, quienes ponían un empeño manifiesto en recrear detalladamente los usos y costumbres de las diferentes épocas plasmadas en sus filmes. Y algo idéntico nos pasa cuando revisamos los textos del  gran  José  Sixto  Álvarez, inmortalizado  con  el  célebre seudónimo de Fray Mocho, dado que no es frecuente la lectura de autores patrios tan  consustanciados con esa habilidad para transmitir lo cotidiano a través de la descripción oportuna de los entornos y el lenguaje elocuente de los personajes.  Esa es la razón por la que su presencia en este blog ha sido  bastante  habitual  desde  que  lo iniciamos, hace pocos menos de tres años,  y también el motivo por el que hoy volvemos a él con una obra que alguna vez llegamos a rozar de modo apenas tangencial. Se trata de En el mar austral (1898),   un interesante relato que describe la dura existencia de los buscavidas que deambulaban por los confines del país en aquellos tiempos finiseculares del siglo diecinueve (1).


A través de un personaje ficticio que es a la vez narrador y protagonista, el autor recrea la singular  y errante vida de  loberos y buscadores de oro en el extremo meridional del continente americano. Como otros escritores argentinos del mismo período (2), Álvarez deja al descubierto la pronunciada ausencia del estado nacional en esa región, en contraste con la presencia pertinaz y eficiente del gobierno chileno. Ello se traduce en una crónica plagada de referencias al país trasandino en casi todos los aspectos cotidianos, desde el lenguaje hasta los artículos de consumo, pasando por los medios de transporte, las comunicaciones y las industrias. No obstante, la siempre copiosa cantidad de inmigrantes de procedencia europea aún  le daba a al territorio en cuestión un aire cosmopolita y multilingüe, que se sumaba a la milenaria residencia de sus moradores indígenas originarios para generar un espectro racial ciertamente variopinto. El pelotón de acompañantes del personaje central así lo demuestra: Samuel Smith (inglés), Juan José “Avutarda” Intronich (austríaco), Oscar Schnell (dinamarqués), Antonio Souza Williams (portugués) y el indio yagán Chieshcalán, entre otros, forman una mezcla en la que también entran en juego figuras históricas reales como el gobernador Pedro Godoy y el perito Francisco Moreno.


Las referencias sobre el comer y el beber empiezan en el primer párrafo del libro, cuando el relato se sitúa en un cafetín  de Punta Arenas cuya propietaria “iba de acá para allá tras el pequeño mostrador, sacudiendo el frente del anaquel cargado de botellas con inscripciones en inglés, indicadoras de que si el cognac, el ron, el whisky y el snap que contenían no era legítimo, por lo menos era viejo”. Más tarde, a tono con el itinerario que lo lleva por los rincones más recónditos de los canales fueguinos,    el personaje tiene la oportunidad de experimentar numerosas vivencias típicas de la región y sus pobladores. Por allí habla de los toscos guisos “que hacen las delicias del roto chileno” (3). También se suceden otras viandas como la sopa de tortuga y el cordero al asador, ya entonces ponderado por su calidad. Pero  hay  un  plato  en particular  que  es mencionado con insistencia:   los mejillones,   tan abundantes entre las rocas como consumidos por los pobladores sin distinción de razas o idiomas, especialmente por los indios, quienes dejaban montañas de valvas luego de cada festín.   En uno de sus recorridos, los aventureros  encuentran cierto banco de mejillones que les brinda una suculenta cena al curioso modo indígena, mediante el cual “los echábamos entre el rescoldo y cuando sus valvas negruzcas se abrían era señal de que el manjar estaba a punto, y entonces, con un grano de sal y otro de pimienta, les saboreábamos con gusto, triturando a veces las perlitas de variados colores que contienen”.


El mayor interés del relato deriva de la formidable instantánea obtenida en  tan lejanas comarcas durante el cambio de siglo, mostrando a pleno el contraste entre las costumbres nativas y los modos europeos. Y la gastronomía, como siempre, sintetiza perfectamente las fusiones culturales forzadas por  los aconteceres históricos. En determinado tramo bien representativo de ello,  los aventureros cocinan una liebre en forma asombrosa para uno de ellos, a lo que otro contesta, mientras saca un par de piedras calientes del interior del animal listo para comer: …“¿cree que son adoquines de oro? ¡No tenga miedo!... Es que yo aso a la moda ona, que tal vez usted no conoce (…) Es facilísimo: se caldean dos guijarros y se meten adentro, cerrando después la abertura. Luego, al rescoldo, ¡y con buen hambre uno se chupa los dedos!”. El hábito de cocinar así es antiquísimo y remite a distintos pueblos de todo el mundo. En el sur de nuestro continente, este sistema se denomina curanto (que significa “piedra caliente” en araucano) y hoy se utiliza no tanto para cocinar carnes desde el interior,   sino más bien para introducir diferentes alimentos en una especie de pozo que luego es cubierto por las piedras candentes, hojas y  tierra hasta completar su cocción. Existen muchas versiones con ingredientes y técnicas específicas, pero todas se basan en el mismo concepto.


Así, entre platos exóticos del sur, botellas de licores y damajuanas de guachacay (4), los pretéritos trotamundos de mar y tierra pasaban su vida tratando de sobrevivir en el medio hostil. Y el gran Fray Mocho supo recrear ese ambiente, como tantos otros que lo hicieron merecedor de un justo calificativo póstumo: el de haber sido el mejor costumbrista argentino.

Notas:                                                                                      

(1) El volumen fue citado el 23/11/2011, a poco tiempo de haber iniciado nuestro blog, en oportunidad de sondear los orígenes de un misterioso vino mencionado como Panquehua por Fray Mocho y como Panquehue por Roberto Payró en La Australia Argentina, otro libro que pormenoriza la vida patagónica por la misma época. De este último ejemplar apuntamos algunos pormenores en la entrada El Diluvio de Magallanes, del 28/11/2012.
(2) El referido Payró, por ejemplo.
(3) Roto es el equivalente del linyera argentino. 
(4) Modismo chileno para referirse al aguardiente de baja calidad.

sábado, 13 de septiembre de 2014

El Federal, un bar porteño con ciento cincuenta años de historia

Pocas cosas resultan tan caras a la idiosincrasia de los porteños como sus cafés, con todo el contenido que eso implica: el encuentro, los amigos, la espera, la charla y otras situaciones que conforman un espíritu único y singular, porque un café de Buenos Aires no  es  igual  a sus  equivalentes  de  París  o  de  Madrid.  En  las  últimas  décadas, desafortunadamente, muchos de esos lugares cayeron bajo la picota de la modernidad en su peor faceta,  la que trae consigo demolición,  destrucción  y  olvido.  Otros  se reconvirtieron   y   aggiornaron  para adaptarse a los requerimientos arquitectónicos contemporáneos, borrando así la mayor parte de su identidad. De ese modo, son muy pocos los cafés que han logrado conservar el espíritu original como reductos legítimos de la porteñidad.   Uno de ellos acaba de cumplir 150 años en su ubicación primigenia, durante los cuales supo transitar por diferentes rubros no carentes de cierta relación.


Nos estamos refiriendo a El Federal, renombrado bar de San Telmo enclavado en la esquina de Perú y Carlos Calvo, que desde su nacimiento hasta hoy transitó alternadamente por los formatos de pulpería, almacén de ultramarinos, prostíbulo y almacén con despacho de bebidas, para llegar a nuestros días como un bar de referencia absoluta. Desde luego que cada uno de estos perfiles comerciales son de interés para este blog, incluyendo el de Casa de Tolerancia, como se llamaba entonces a los burdeles,  ya que en ellos siempre existía algún servicio elemental de bebidas para matizar la espera de sus clientes. Con todo, y más allá de tales transformaciones, el siglo y medio de existencia representa por sí solo un hito que trasciende la cronología   y   adquiere una dimensión de verdadero acontecimiento histórico. ¿El motivo? Muy simple: ese edificio –que permanece con pocas alteraciones constructivas- fue testigo de todos los acontecimientos ocurridos en la gran urbe  desde  los  inicios  de  la  Argentina  tal como  la  conocemos  hoy:  epidemias, revoluciones, enfrentamientos, inmigraciones, crisis, movilizaciones, festejos patrios, carnavales y cada suceso urbano imaginable, grande o pequeño, alegre o triste, feliz o trágico.


La efeméride no pasó desapercibida para el acontecer de la cultura barrial, dado que durante todo el año que transcurre fueron y serán sucesivamente realizadas distintas actividades relativas a su pasado y su presente:  muestras fotográficas, programas especiales de radio,  charlas de especialistas y espectáculos musicales, entre otros. Pero claro, ello no modifica en absoluto la exitosa rutina del singular refugio declarado con toda justicia Bar Notable por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.   Diariamente pasan por allí argentinos   y extranjeros para ver, sentir y deleitarse con la barra de madera maciza y su arco en alzada, los mosaicos calcáreos originales, la máquina registradora del siglo XIX, las patas de jamón colgantes, las cubas de roble francés, la colección de botellas antiguas, las chapas enlozadas y los veteranos avisos publicitarios, que son son parte de su encanto. Las picadas y tablas de quesos, los sandwiches especiales, las tortillas y escabeches, las pastas y panes caseros, los postres tradicionales, la cerveza de elaboración artesanal, la sidra tirada y la amplia carta de aperitivos completan el interés por el lado gastronómico en este rincón santelmeño que vale la pena visitar.


Y ese hilo histórico no ha de cortarse, ya que cada parroquiano que lo visite seguramente sentirá, tal vez por un instante y quizás de modo subconsciente, la misma sensación que experimentaron miles de  hombres   y   mujeres  desde 1864 hasta la fecha.   Acaso, entrecerrando los ojos, se logre escuchar las voces de aquellos que andaban por allí en los tiempos del tranvía a caballo  (cuando la calle Carlos Calvo se llamaba Europa),  o durante alguna de las tantas agitaciones políticas que tuvo nuestro país. Incluso hasta se pueda percibir el fresco olor del río, ese mismo que estaba solamente a cuatro cuadras y en el que no faltaban las lavanderas, los pescadores y la vía costera del Ferrocarril de La Boca.

                          SAN TELMO Y ALREDEDORES EN 1870 – En rojo la ubicación de El Federal


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Cuando la Hesperidina se vendía en farmacias y droguerías

Que Hesperidina fue la primera marca registrada en la Argentina es quizás un dato bastante conocido, al igual que su creación por parte de  Melville Bagley,  ya  que  de  ello  dan  cuenta innumerables documentos  y  testimonios accesibles por este mismo medio. Pero tal vez no ocurre lo mismo con los propósitos medicinales  que perseguía  el  invento  en  cuestión  durante aquellos años, lo cual se hace extensivo a muchas otras bebidas del  mismo  tipo.  En efecto,  veremos que tanto licores como aperitivos y vermouths tenían entonces un cierto halo “curativo” relacionado a los efectos balsámicos, calmantes y terapéuticos que les eran atribuidos.  Con respecto a la Hesperidina,  los registros son abundantes y categóricos hacia fines del siglo XIX y principios del XX, incluyendo la temprana publicación de avisos listando los lugares en los que la novel etiqueta podía ser adquirida:  almacenes,  boticas,  cafés,  confiterías, droguerías y negocios por mayor.


La venta en farmacias de este viejo producto no sorprende en absoluto si nos atenemos a su origen. El propio Melville Bagley trabajó en un comercio del ramo,  y  fue  allí  precisamente  donde  logró  los resultados esperados a partir de la corteza de ciertas naranjas oriundas de una quinta ubicada en Bernal, al sur de la Ciudad de Buenos Aires. No obstante, la empresa fundada por este notable emprendedor fue siempre muy cautelosa a la hora de redactar los mensajes propagandísticos relativos a la Hesperidina, ya que, en general, sólo se hablaba de sus virtudes aperitivas y digestivas, sin asignarle bondades extras de ninguna naturaleza (al menos, en todos los documentos que he logrado ver hasta hoy). La marca siguió siendo popular durante más de un siglo y todavía continúa vigente,  aunque su fama fue opacándose al compás de los nuevos rubros productivos encarados por la firma. Con el correr de los años, por ejemplo, los avisos de Hesperidina dejaron de tener a ese rótulo como protagonista exclusivo, que comenzó a ser “escoltado” por demás artículos de moda, como lo fueron en su momento la celebérrimas galletitas Lola.



















Otros fabricantes hacían lo mismo, e incluso eran  más osados. Una guía industrial del año 1895 rebosa de avisos y reseñas sobre fábricas de licores y vermouths en las que se ensalzan los atributos de tales bebestibles, a veces con ribetes cuasi medicinales (1). El reconocido  empresario  Ernesto Rigolino aseguraba  que  su  licor  Chicago  poseía “cualidades digestivas excepcionales”.  La  firma  Gianassi  y  Passerino,  por  su parte, ponderaba el Amargo Paraguay bajo la consigna de “especialidad americana febrífuga y digestiva”.  Según  Carizzoni,  Badano  y  Cía,  su Ajenjo Amargo era apropiado para "precaver los vértigos y el dolor de cabeza".   Es   verdad   que   algunas   sustancias empleadas para la elaboración licorista eran y siguen siendo sumamente comunes en la industria farmacéutica (la quina, el ajenjo, la cascarilla, etcétera),  pero también resulta evidente el uso propagandístico inmoderado que se hacía de sus efectos ligeramente beneficiosos  para  el  organismo,  difundiéndolos  muchas  veces  como  verdaderos bálsamos. A ello se sumaba el lenguaje grandilocuente visible en un alto porcentaje de los anuncios.  Un caso paradigmático de ello es el de Emilio Ferraria,  cuya “grandiosa fábrica” apareció en varios medios gráficos porteños por el año 1890, siempre en idioma italiano. El que sigue hace especial hincapié en el “suave y saludable ponche inglés”.


Así y todo,  ningún productor parece haber ido tan lejos como la casa Noilly Prat de Francia (2), que registró una audaz contraetiqueta con fecha 12 de Mayo de 1917, según consta en el Boletín Oficial de la República Argentina.  En ella se puede leer un breve texto expresado en cuatro idiomas (francés, inglés, español e italiano) que no solamente alude al carácter tónico y estimulante, sino que apunta directamente a la prevención de fiebres y enfermedades tropicales específicas.  A  continuación  lo  transcribimos,  para terminar, respetando su curiosa y poco ortodoxa redacción. “El Vermut: este licor,  que se compone de un vino blanco superior y perfumado con varias plantas aromáticas, es el más saludable de todas las bebidas” Y concluye: “sus calidades tónicas, estimulantes, febrífugas y astringentes son un recomendable preservativo contra las fiebres y la disentería, empleándose con mucha eficacia en los países cálidos”.


Notas:

(1) Analizado en la entrada del 3/1/2014, “El lucrativo negocio de fabricar bebidas a finales del siglo XIX 3”. 
(2) Noilly Prat es una antigua y prestigiosa marca con sede en Marsella,  que se caracteriza aún hoy por estacionar sus vinos bases en cascos de roble, tal cual se hacía en los viejos tiempos. Ya habíamos visto algo sobre ella en la entrada del 2/4/2012 correspondiente a los vermouths asentados en el libro de stock del Ferrocarril Sud durante 1898 y 1899.