lunes, 12 de diciembre de 2016

Señales de la historia en El Puentecito

En mayo de 1858, una crecida del Riachuelo arruinó el Puente Gálvez, conocido más tarde como Puente Barracas y hoy como Puente Pueyrredón Viejo. Sin embargo, no era la primera vez que ese legendario viaducto resultaba destruido. Su primer “final” data de 1806, cuando fue incendiado para evitar el paso de los invasores ingleses desembarcados en Quilmes (1). A lo largo del siguiente siglo, diferentes hechos (inundaciones, derrumbes) acabaron con cada nueva versión emplazada para el mismo propósito, aunque vale aclarar que eran construcciones de madera verdaderamente precarias. Recién en 1903 fue levantado un ejemplar acorde a su importancia como lugar de paso desde el sur (2), de tipo metálico y muy pintoresco, cuyo tramo central se elevaba horizontalmente sobre cuatro columnas para dar paso a los barcos, como puede observarse en la foto de abajo. Así y todo tampoco logró tener una vida muy larga, pues los trabajos de rectificación y ensanche del Riachuelo obligaron en 1931 a reemplazarlo por el mismo que actualmente conocemos como “viejo”.


Muy cerca de allí existe cierto comercio gastronómico devenido en una especie de leyenda histórica, no sólo del barrio, sino de toda la ciudad. En efecto, El Puentecito ya es un reducto de culto para los amantes de los bodegones porteños y su comida urbana tradicional. Carnes, pastas, pescados, mariscos, postres abundantes y golosos, entre otros, son los platos que deleitan a quienes siguen buscando lo que se consume típicamente en Buenos Aires desde hace al menos cien años. De modo complementario, la casa suele ofrecer en forma sorpresiva algunas preparaciones que no aparecen en la carta, cuya existencia sólo se hace evidente a través de las recomendaciones verbales de los mozos (en ese sentido, el autor de este blog no olvida haber ingerido allí, hace varios años, un excelente guiso de mondongo). Y quizás sean tales detalles los que determinan el éxito, los que marcan la diferencia, como la ambientación con aires de vetustez o la atención formal y a la vez campechana de su experimentado personal de salón.


Pero hay un tema que sin dudas ejerce enorme influencia en semejante atractivo. Esa cuestión reside en su antigüedad, dado que El Puentecito declara un inicio de labores hacia 1873, equivalente a 143 años ininterrumpidos de actividad.  Obviamente, dicha afirmación lleva implícitos  innumerables cambios de dueños y algunas variaciones en cuanto a la orientación específica del negocio, que de la pulpería original fue transformándose paulatinamente en almacén con despacho de bebidas, fonda, bodegón (3) y restaurante. Y todo ello -según la mitología vecinal-en el mismo inmueble, ajeno a cualquier señal de haber sido modificado significativamente desde entonces, más allá de las inevitables adaptaciones impuestas por  los avances arribados con el transcurso de los años como el agua corriente, los desagües cloacales, la luz eléctrica y el gas de línea. Entonces, ¿será realmente tan viejo El Puentecito?


En Consumos del Ayer no podemos dar una respuesta categórica a dicha pregunta (para eso haría falta una investigación arqueológica profesional), pero sí podemos decir que los elementos a nuestro alcance inclinan fuertemente la balanza hacia una respuesta positiva por partida doble: el inmueble es muy antiguo y  todas las evidencias sugieren que allí siempre funcionó algún tipo de comercio relacionado con la gastronomía. El primer postulado se basa, ante todo, en la esquina sin ochava (es decir, con los dos frentes unidos a 90 grados) tan percibida y fotografiada por el cliente primerizo. Ello ubica su construcción en algún punto anterior a 1880 de manera incontrovertible, puesto que ese año comenzó a cumplirse formalmente  la ordenanza que obligaba a edificar con ochava. Por otro lado, sendos planos topográficos de 1887 y 1895 muestran a la esquina de marras dispuesta ediliciamente del mismo modo que hoy, con amplios frentes sobre Luján y Vieytes (4) (5). En ambas imágenes señalé el punto de nuestro interés en un círculo rojo, junto a un puñado de hitos cartográficos vigentes (el puente Pueyrredón Viejo, entonces Barracas) o desaparecidos  hace mucho (el Ferrocarril a Ensenada, que pasaba a menos de cien metros y cruzaba el Riachuelo). Tampoco tenemos dudas sobre la orientación comercial enfocada en el comer y el beber acompañando al sitio desde entonces, manifiesta por una disposición y tamaño de ambientes que vuelven muy remota la posibilidad de intervenciones constructivas posteriores, exceptuando las muy menores. Dicho en otras palabras, es francamente difícil que ese local haya sido alguna vez una vivienda particular, una farmacia o una tienda. La versión más lógica reside en aquello que fue y sigue siendo: un lugar para comer y/o para beber.



















El Puentecito, su comida porteñísima y su increíble edificación, levantada durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento. ¿Cómo no acercarse, aunque sea una vez?

Notas:

(1) Finalmente, los ingleses hicieron algo muy práctico: después de un breve tiroteo en la zona del puente (ya incendiado) lograron el repliegue de las tropas virreinales. Luego, un grupo de marinos cruzó el Riachuelo a nado y logró la captura de los navíos que habían sido amarrados en la orilla norte. Con ellos en su poder (suponemos que se trataba de simples botes y barcazas), la fuerza invasora realizó el cruce y entró en Buenos Aires.
(2) De hecho, fue el único puente sobre el Riachuelo hasta 1859, cuando se levantó el Puente Alsina a la altura del actual barrio de Nueva Pompeya. No hubo otras opciones de cruces viales (sí ferroviarios)  hasta 1914, año en que empezó a funcionar el Transbordador Nicolás Avellaneda, es decir, la más antigua de las dos emblemáticas estructuras que aún podemos ver en La Boca.
(3) Recordemos que hasta las primeras décadas del siglo XX, los términos fonda, bodegón, boliche, cantina y restaurante no tenían el mismo significado. Ya hemos abundado sobre el tópico en muchas entradas subidas hace tiempo
(4) En alguna época llamadas Calle del Puentecito y Sola, respectivamente.
(5) El frente sobre Vieytes es hoy más corto (aunque parece más largo por la planta alta), producto de una subdivisión posterior de la propiedad, que antaño se prolongaba por esa calle tanto como por Luján . Sería muy largo de explicar aquí, pero dicha “amputación” del edificio todavía se percibe a simple vista, no obstante el paso de los años


domingo, 27 de noviembre de 2016

Vinos franceses, añejos oportos con añada y legendarias etiquetas argentinas en un menú del FCO de 1938

El Ferrocarril del Oeste fue la primera empresa de transporte ferroviario que existió en nuestro país. El inicio de sus operaciones se remonta al 30 de agosto de 1857, cuando un convoy de pasajeros encabezado por la mítica locomotora “La Porteña” realizó el trayecto inaugural entre las primitivas terminales Estación del Parque (ubicada en el actual teatro Colón) y Floresta. Durante las décadas siguientes logró expandirse hasta alcanzar una amplia cobertura del área occidental de la provincia de Buenos Aires, el norte y centro de La Pampa y un pequeño sector en las provincias de San Luis y Mendoza. Un dato poco conocido es el hecho de haber pasado por distintas administraciones privadas y públicas. En efecto, originalmente fue propiedad de un grupo de empresarios argentinos (1857-1860), luego pasó a manos del gobierno de la Provincia de Buenos Aires (1860-1890), más tarde fue controlado por capitales británicos (1890-1948) y finalmente quedó en poder del estado nacional a partir de la célebre nacionalización ferroviaria.


Podría decirse que el año 1938 lo encontró en su apogeo , entendiendo esa palabra en todos los sentidos ferroviariamente posibles: extensión de líneas, cobertura geográfica de trenes, variedad de prestaciones (1) y calidad de servicios. Desde luego, esto último también incluye a la gastronomía asequible en las confiterías de las estaciones (2) y los coches comedores de sus trenes de larga distancia, que podemos rememorar con todo detalle gracias a una publicación llamada ABC Sud, Oeste y Midland . En ella se presenta prolijamente el cuadro completo de estaciones, apeaderos y paradas, pero sobre todo los horarios vigentes a partir del 18 de abril de 1938 (3) para los tres ferrocarriles mencionados (4). Lo bueno es que allí también constan los respectivos menús, entre los cuales seleccionamos el del FCO por su particular interés histórico, con énfasis en la oferta de bebidas y muy especialmente de vinos .


Hablando del repertorio gastronómico completo, la primera página abunda en el servicio de cafetería, luego en los numerosos platos  a la carta –donde se percibe una gran presencia de minutas- y más adelante en las bebidas sin alcohol típicas de la época: Ginger Ale, Naranja Bilz, Soda Selz, Tónica Cunnington y Naranja Crush, entre otras. Una tercera y última carilla define la existencia de ginebras, coñac, rhum, whisky y licores, pero la que más nos interesa en este caso es la segunda. En ella están plasmados, primero, los aperitivos y cocktails (destacamos la oferta del clásico San Martín en versiones dulce y seco), luego las cervezas y finalmente una amplia diversidad de vinos, tanto nacionales como importados. Aquí, el ingrediente que atrae la mirada histórica se basa en las prestigiosas etiquetas importadas conviviendo con nombres de contraseña entre  los vinos argentinos de antaño, todo ello bajo múltiples presentaciones de contenido que eran típicas a bordo de los trenes: botellas de litro, de medio y de cuarto. Veamos en detalle de qué se trata la cosa, por tipos y marcas:

Vinos encabezados: Oporto (genérico), Jerez (genérico), Cordero, Marsala, Oporto Lágrima Christi, Oporto 1867, Oporto Reserva 1834.
Vinos blancos: Río Negro común, Río Negro Uvalegre, Barón de Río Negro, Norton 1932, Arizu Sauternes, Arizu Paragolpe (4), Trapiche Sauvignon Blanco, La Colina Añejo, El Chingolo, Bordeaux Sauternes, Graves, Borgoña Beaune.




















Vinos tintos: Río Negro Común, Río Negro Uvalegre, Barón de Río Negro, Norton 1932, Arizu Medoc, Arizu Paragolpe, Trapiche Reserva, La Colina Rubí, La Colina Añejo, El Chingolo, Bordeaux Recommandé, Medoc.
Champagne: Pommery & Greno.

También se incluye una sidra Bulmer (6), con lo cual se completa este elenco de notable diversidad en orígenes y estilos, ya que tenemos a  las comarcas francesas de reputación internacional (Sauternes, Graves, Medoc, Beaune, Champagne) junto con  los rótulos criollos, tanto de prestigio (Trapiche, Norton, Arizu, La Colina, Barón de Río Negro) como populares (Uvalegre, El Chingolo). No hay vuelta: hasta en los vinos se nota con claridad ese ingrediente de horizontalidad social tan típico del ferrocarril en sus tiempos de oro. Vale decir que allí viajaban personas de toda condición, y para cada uno había artículos disponibles. Cualquier pasajero podía disfrutar de un refrigerio, una buena comida o una reconfortante bebida mientras esperaba a sus seres queridos en la confitería de la estación, junto al andén, o tal vez en el mismo y placentero acto de atravesar las inmensas llanuras pampeanas montado en los lustrosos rieles de acero.


Lo dijimos muchas veces: hoy nos parece una estampa casi de ensueño, de película antigua, pero era un cuadro de los más común hace ochenta o cien años. Y si bien es cierto que ya no hay trenes, al menos aquí estamos nosotros, para revivirlo.


Notas:

(1) Las cinco prestaciones fundamentales que ofrecían los ferrocarriles en aquella época eran el transporte de  pasajeros, cargas, encomiendas y hacienda, junto con el servicio de telégrafo.
(2) El siguiente recuadro nos permite saber en qué puntos estaban ubicadas las confiterías, tanto del FCS como del FCO. Este último las tenía en Bragado, Chivilcoy Norte, Lincoln, Luján, Mercedes, Merlo, Once y Trenque Lauquen.


(3) Antiguamente era normal la existencia de dos cuadros horarios anuales, llamados  de invierno y de verano, que casi siempre comenzaban a regir en Abril y Octubre, respectivamente.
(4) En 1935 los ferrocarriles Sud, Oeste y Midland decidieron unificar administraciones (para ese entonces pertenecían al mismo grupo de accionistas), pero manteniendo cierta independencia operativa. Una de las primeras medidas adoptadas fue agrupar algunas de sus numerosas publicaciones (hasta entonces editadas por separado) en volúmenes que presentaban conjuntamente información de las tres empresas.
(5) Muchas veces, las marcas asequibles en el ámbito de los rieles tenían que ver con ese transporte en particular, ya que eran vinos hechos especialmente  para los ferrocarriles. En la jerga ferroviaria, Paragolpe tiene dos acepciones: una es la protección que se observa en las estaciones terminales al final de las vías, y otra corresponde a los “platos” que tienen en sus extremos las locomotoras, los coches y los vagones. Las siguientes fotos ilustran sobre ambos casos.


(6) Antigua marca irlandesa (1887), llamada en realidad Bulmers, que todavía está vigente en los mercados del Hemisferio Norte.


jueves, 10 de noviembre de 2016

Los 8 Hermanos y el Hula-Hula: un dueto añejo que se las trae

¿Cuál fue realmente el período dorado de las bebidas espirituosas argentinas? No existe una respuesta única, contundente e inequívoca para esa pregunta, aunque resulta factible establecer algunas buenas aproximaciones. En este blog asumimos la existencia de tres lapsos históricos bastante definidos al respecto, cada uno con ciertas particularidades. El primero transcurrió entre 1880 y 1900 -tal cual hemos visto muy recientemente- con el desarrollo primigenio de una industria impulsada por la creciente demanda de la época. El segundo puede ubicarse entre 1915 y 1930, desde los tiempos iniciales de la Primera Guerra Mundial (que obligó a una rápida sustitución de importaciones) hasta la demoledora crisis desencadenada en Wall Street en octubre de 1929. Finalmente, hubo una tercera etapa de apogeo durante los años posteriores al segundo gran conflicto bélico del siglo XX, cuya duración podemos marcar a grandes rasgos entre 1946 y 1965. Desde luego que existe una cuarta, que es ahora mismo, cuando se verifica un inusitado auge de la actividad en todas sus formas, pero ella está cronológicamente fuera del campo de estudio de este blog.


A la hora de ensayar ejercicios de cata, el acceso a productos añejos se va complicando paulatinamente cuanto más atrás nos remontamos en el tiempo, pero aún hoy es relativamente factible ubicar algunos ejemplares del tercer lapso mencionado en buen estado de conservación. En los cinco años de Consumos del Ayer dimos cuenta de no pocas botellas de alcoholes datados en las décadas del cincuenta y del sesenta, y lo propio vamos a hacer hoy con dos prototipos de auténtico valor histórico en el más amplio sentido del concepto: un  licor de anís y un rhum. Como bebidas genéricas, ambos artículos cuentan con una tradición de consumo que hemos acreditado infinidad de veces mediante la presentación de estadísticas , documentos y testimonios que así lo demuestran. Sólo diremos, en este caso, que las botellas no fueron adquiridas ni donadas por terceros, sino que formaban parte de esa casi infaltable cohorte de licores a medio consumir que existe en tantos aparadores y alacenas de los hogares argentinos. Así ocurrió en mi caso personal, y me resulta difícil determinar cuánto tiempo llevaban esos envases allí, pero supongo que al menos uno de ellos (el rhum) se encuentra en un estado casi idéntico al del día de ocupación del inmueble -a estrenar- por parte de mi familia, en julio de 1969.


La primera etiqueta es bien conocida por el público argentino: el Licor de Anís 8 Hermanos, cuya presencia en estas tierras se remonta a fines del siglo XIX de la mano de Antonio Freixas, primero como importador y luego como productor. En 1977 la elaboración de la marca pasó a manos de la empresa Cusenier, actual Pernod Ricard Argentina. La botella puede ser fechada estimativamente en los primeros tiempos de esta última administración (entre 1977 y 1980), sobre todo por el antiguo domicilio de O’Brien 1202 del barrio de Constitución, que fue abandonado alrededor de 1982. El segundo envase pertenece a un producto mucho menos conocido: el Rhum Hula-Hula,  de la otrora monumental destilería Orandi y Massera, que allá por los cincuenta fabricaba algunos brebajes actualmente ilustres y venerados en el campo de las bebidas históricas nacionales, como la Caña Quemada Legui y la Grappa Valleviejo. El datado, en este caso, es difícil de establecer, si bien percibimos algunos indicios que lo ubicarían en el primer quinquenio del decenio de 1960 (1) (2).


Servidos en pequeñas y antiguas copas de licor, las diferencias entre los productos empiezan por la matriz cromática: amarillo pálido con marcado tinte verdoso para el anís y dorado intenso bien definido para el rhum. El aroma del primero tiene todo lo esperable en su tipo, con el ingrediente de un fondo alcohólico de buena calidad  (graduación 36°) y sabores que confirman el protagonismo anisado, vegetal, levemente mentolado y bastante estimulante. El rhum, por su parte, tiene una nariz muy profunda e intensa  que inmediatamente sugiere potencia alcohólica elevada (graduación 50°) , con muchos elementos de maderas añejas, vainilla y otros bordes propios de una larga evolución en toneles y botella. El gusto está a tono con el alcohol declarado, ya que resulta tremendamente potente, casi cáustico, aunque sin perder la calidad y genuinidad de su perfil espirituoso. Posiblemente haya sido concebido para mezclas y no para beber solo. De hecho, el pico de la botella se ve cruzado por una banda que reza de modo textual ESPECIAL PARA PONCH.


Quizás hayan sido bebidos puros o mezclados, en ponche, tragos o copitas, pero lo importante reside  en que  uno y otro se mostraron  tan íntegros como todos los destilados evaluados desde nuestra primera cata, en el año 2013. ¿Será reiterativo afirmar que en aquel entonces la industria de bebidas en general, y la de destilados en particular, sabía hacer las cosas muy bien? Tal vez, pero no podemos evitar afirmarlo una vez más. No siempre se tienen la oportunidad y el placer de probar líquidos envasados hace cuarenta o cincuenta años, y mucho menos de encontrarlos en tan buena condición. Otra cata, otra experiencia y otro aprendizaje, que subimos aquí para la posteridad cibernética.

Notas:

(1) Los antiguos documentos asequibles de la empresa Orandi y Massera la ubican en una enorme planta sobre Avenida Pavón al 4900, en la localidad de Lanús (llamada fugazmente Pte. Perón en tiempos de dicho régimen). Nuestra botella indica un domicilio de la calle Lavalle, en Capital Federal, que aparenta ser posterior y aún hoy figura en algunas guías de industria, junto con otro de la provincia de Mendoza. El de Lanús subsistió, al parecer, hasta fines de los años cincuenta.


(2) El 25 de mayo de 2014 subimos una entrada titulada “Venerables licores argentinos” en la que degustamos varios especímenes, entre ellos un licor llamado Consular, perteneciente a la firma en cuestión

miércoles, 26 de octubre de 2016

La Guía Kunz 1886 y sus anuncios de gastronomía y alimentación 3

Al finalizar la entrada anterior anticipamos que en esta última parte de la serie nos ocuparíamos de los importadores y sus productos. Olvidamos así mencionar un complemento importante: los incipientes fabricantes argentinos del ramo alimenticio, quienes tienen un espacio destacado dentro de espacio destacado dentro  en la Gran Guía 1886 de la Ciudad de Buenos Aires escrita e impresa por la editorial de Hugo Kunz. En efecto, el período que nos ocupa resulta bien ilustrativo de esa duplicidad de orígenes, observable tanto en la enorme cantidad de productos extranjeros como en el creciente número de emprendedores locales dispuestos a fabricar y comercializar los artículos de consumo cotidiano. Como dijimos en cierta ocasión, el típico cuadro según el cual nuestra industria era prácticamente nula puede resultar cierto hasta el decenio de 1870, pero ya no lo era a fines de la década de 1880, y mucho menos en los tres ramos que nos interesan: los comestibles, los bebestibles y los fumables.


Si bien las mercancías de origen foráneo seguían “copando la plaza”, por decirlo de alguna manera, cada año se percibía una progresivo aumento en la oferta de producción nacional. Hablando específicamente de 1886, el segmento de artículos de lujo era terreno casi exclusivo del comercio exterior (vinos y bebidas finas, alimentos envasados de tipo gourmet, etcétera), mientras que la competencia vernácula se manifestaba más acentuadamente en los productos económicos y en el granel. Pero eso comenzaba a cambiar, toda vez que iban consolidándose lentamente los elaboradores argentinos de conservas, dulces y demás rubros del mismo tenor, tal cual lo demuestran numerosas publicidades como las que veremos a continuación. Por su parte, la fuerza importadora quedaba fielmente registrada en documento oficiales A modo de ejemplo, el Registro Estadístico de 1887 indica que ese año desembarcaron en nuestros puertos  5.646.026 kilos de aceite de oliva, 16.099.471 de arroz, 22.912.687 de azúcar, 120.668 de chocolate, 239.045 de confites y dulces, 1.771.338  de frutas secas, 1.509.581 de pesca en conserva y 13.565.427 de yerba .


¿Qué encontramos entonces en la guía? Comencemos con una casa introductora capaz de ilustrarnos bien sobre el tipo de enseres ingresados vía importaciones hace ciento treinta años. Se trata de la Viuda Sand e Hijo, que ofrece una nutrida batería de vinos, aperitivos, destilados, conservas alemanas finas, salchichones hamburgueses, jamones, tocino, salchichas y chorizos de varias clases (en latas), frutas secas (guindas, manzanas, bickbeeren) (1), quesos Gruyere, Emmental, Chester, Stilton, Roqeufort, Pategras, Suizo, de Holanda y Limburgo, arenques, anchoas (anchovis), sardinas (sardellen) y salmón ahumado en aceite. Finalmente, en la parte inferior anuncia sus “especialidades”: cerveza embotellada de Munique (Munich) con las marcas Gallo y Pschort, chucrut de Magdeburgo y manteca salada dinamarquesa.


Para ilustrar sobre la embrionaria industria alimenticia criolla empezaremos por dos casos análogos. La Fábrica de conservas de Amadeo Gruget propone una notable pluralidad de preparaciones saladas y dulces, desde aves de caza (perdices, batitus, becasas, becasinas, chorlitos y martinetas) hasta pescados, embutidos y sopa de tortuga, pasando por hortalizas, frutas al natural, frutas en almíbar y mermeladas. Romani y Cía. se destaca por sus patos escabechados, así como por una singular carne de vaca en gelatina, que promociona asegurando su condición de “preparación única” que “puede tomarse fiambre y para obtener una buena sopa agréguesele un litro de agua.” Y concluye: “para la gente de a bordo, para la campaña y en general para todo punto donde no haya carne fresca. Es el fiambre más nutritivo y sano, así como el más barato.”


Repasemos brevemente otros tres ejemplos variados. La Fábrica a vapor de arroz de maíz de Ángel Podestá , ubicada en el Camino de Gauna (actual avenida Gaona), producía “arroz de maíz para pucheros, guisos, etc.” y también “maíz pisado para mazamorra y locro”. La Chocolatería Franco-Americana de H. Leroux afirmaba que sus productos rivalizaban “con éxito, tanto en precio como en calidad, con los chocolates más acreditados.”  Cerrando el repertorio de manufacturas argentinas, La Industrial, Fábrica a Vapor de Aceites Vegetales producía y vendía “aceites comestibles y para máquina”. Nos preguntamos cuán delgada sería la línea que separaba una categoría de la otra.


Terminamos parabólicamente de regreso a los importadores, en este caso enfocados en las riquezas del Paraguay. Primero con la publicidad de la yerba mate El Cacique “suave, aromática, estimulante y nutritiva” y luego con El Plata, casa especializada en artículos paraguayos de L. Coxola, donde ubicamos una perlita relativa a la singular descripción de sus heterogéneos productos: yerba mate, tejidos de ñandutí, cigarros, dulces, caña paraguaya… y flechas de los indios.


Tal cual hicimos en las ocasiones previas, rematamos esta última entrada de la serie con una antigua postal porteña: los viejos Portones de Palermo, que hasta comienzos del siglo XX eran el marco de ingreso a los bosques por  Avenida Sarmiento.


Notas:

(1) Arándanos.

sábado, 8 de octubre de 2016

La Guía Kunz 1886 y sus anuncios de gastronomía y alimentación 2

Luego de varios años de investigación en el tema de los viejos consumos argentinos, una de las certezas cronológicas que mejor podemos avalar con  testimonios documentales es aquella relativa al despegue definitivo operado por  industria nacional de bebidas en el decenio de 1880. Si bien es cierto que los años previos fueron testigos de incipientes elaboraciones efectuadas por pioneros de acreditada trayectoria posterior (Bagley con su Hesperidina o los hermanos Pini con el Pineral, por ejemplo), se trató de casos aislados inscriptos en lo que podríamos denominar “prehistoria” de los bebestibles argentinos: una etapa aún titubeante y experimental. Lo dicho puede aplicarse a las manufacturas de licores, aperitivos, refrescos y soda (en ese entonces, muy vinculadas entre sí) y al sector cervecero, así como también a la elaboración de vinos cuyanos, que cobró gran empuje con la llegada del ferrocarril a Mendoza (1884) y San Juan (1885).


No debe pensarse que por tal motivo la importación se retrajo. Los fabulosos índices de crecimiento poblacional experimentados por nuestro país en ese tiempo, que eran el resultado combinado de la  inmigración y de una altísima fecundidad, volvían escasa cualquier proyección sobre consumo de  artículos cotidianos básicos. Recién en la década de 1930 aparecerían los primeros vestigios de autoabastecimiento en ciertos sectores específicos de la actividad que nos ocupa, confirmados más adelante gracias a una forzosa sustitución de importaciones impuesta por la Segunda Guerra Mundial (1). Pero durante las décadas finales del siglo XIX, cualquier interesado en el tema de bebidas tenía realmente muchas opciones disponibles en términos de calidad, variedad, precio y procedencia, tanto foráneas como autóctonas. Así lo refleja -y muy bien- la Guía Kunz 1886 de la ciudad de Buenos Aires que empezamos a analizar en la entrada anterior. En esta segunda parte pondremos nuestra mirada en todo lo que tiene que ver con los líquidos aptos para beber, con o sin alcohol, nacionales e importados, a los que eventualmente se suman algunos interesantes ejemplos de artículos típicos regionales.


En vinos hay tres casos destacados, correspondiendo el primero a Marenco y Cereseto, titulares de un establecimiento vinícola sanjuanino premiado con diversas cucardas en las exposiciones de París (1876), Continental (1882) y Ferial de San Juan (1883). Por su parte, Guiñazú Hermanos se publicitaba como “gran depósito de artículos de las provincias”, entre los cuales hallamos (omitiendo numerosos espantos tipográficos y ortográficos) vinos de La Rioja, Catamarca y Mendoza en bordalesas y damajuanas, pasas especiales de San Juan, de Moscatel Extra y de higo, tabletas finas de Mendoza (2), dulce de Mendoza “en ollitas”, arrope de uva y tejidos de vicuña. El Depósito de vinos de Oporto de Antonio Conceiçao tenía su especialidad en los susodichos y también en Jerez , Madeira y diversos efectos de obvia ascendencia brasilera y portuguesa tipo café, dulces y cigarros.


La naciente y a la vez pujante industria nacional posee otros tantos ejemplos alegóricos, uno de cerveza y dos de licores. El primer caso es el de la Cervecería 11 de Septiembre de Juan Schellenschläger (vaya apellido), cuyas especialidades eran Lager Bier, cerveza negra y cerveza en barriles. Luego, la Fábrica de Licores de Adone y Desprez, ubicada no muy lejos del establecimiento anterior (3) y productora de licores finos, aguas gaseosas y refrescos, divulgaba una expertise en bitter y fernet. Francisco Braida y su firma de Victoria (actual Hipólito Yrigoyen) 769 difunde el acento en las ramas  vermouth, vinos blancos y licores de todas clases.


Los nombres conocidos no están ausentes, tal cual queda demostrado por la presencia de Aperital y Pini Hnos., que simbolizan a su vez el modo en el que convivían serenamente los más renombrados rótulos marcarios de origen nacional y extranjero.  El primero exhibe una gráfica con estética símil a la tradicional etiqueta que embanderó la escudería por un siglo, incluyendo un aditamento en su parte superior indicativo de los premios obtenidos en Burdeos (1882) y Ámsterdam (1883). Resulta interesante cierta leyenda envoltoria del círculo inferior, en la que se lee no obstante su tamaño reducido: “la marca es registrada. Los falsificadores serán perseguidos.”  Por su parte, la Gran Fábrica de Licores de Pini Hnos., con planta enclavada en Lorea (hoy Luis Sáenz Peña) 444/454 y escritorio en Piedras 41, asegura ser “privilegiada por el Exmo. Gobierno Nacional y premiada en varias exposiciones.”


Por último, la Bodega, Destilería y Licorería de Joselín B Huergo y Cía. no disimula su orgullo por la obtención de cuatro medallas de oro  en la Exposición Interprovincial de Mendoza de 1885 para sus productos Ajenjo, Carabanchel, Bitter y Anís. Lo bueno es que abajo aparecen otros competidores del mismo certamen con detalle de productos presentados y premios obtenidos. No pasa desapercibido el nombre de Justo Castro, figura fundacional del vino sanjuanino, sobre el cual subimos una reseña hace tiempo (4).


La vez pasada comunicamos  nuestra decisión de terminar las tres entradas de la serie con imágenes típicas de Buenos Aires en los tiempos finiseculares del XIX, siempre sirviéndonos de aquellas postales coloreadas a mano. Ahora se trata del Riachuelo a escasos 500 metros del Puente Pueyrredón, visto en dirección  río arriba. La instantánea fue tomada entre 1890 y 1903, ya que  bien al fondo se observa el puente de hierro del Ferrocarril a Ensenada (erigido en 1889), pero no está emplazado aún el Pueyrredón levadizo (inaugurado en 1903). Adicionalmente, el Mercado de Frutos de Avellaneda (enorme edificio en la orilla izquierda) se terminó de construir hacia 1890. En la próxima y última nota de esta secuencia nos vamos a dedicar preferencialmente a los importadores y sus productos.


                                                         CONTINUARÁ...                                                                    
Notas:

(1) Algo similar ocurrió durante la Primera, entre 1914 y 1918, pero se trató de sustituciones temporales. Para 1920 la importación de vinos y licores volvió a dominar el mercado, aunque la experiencia obtenida durante el conflicto tuvo gran importancia para muchas empresas locales que se vieron obligadas a ensayar nuevas modalidades de producción, a veces con un éxito comercial que terminó prolongándose en el tiempo. Caso emblemático es el de los vinos espumantes argentinos, que hasta entonces eran prácticamente desconocidos (salvo excepciones puntuales) y tuvieron  gran desarrollo de 1915 en adelante.
(2) Las tabletas mendocinas son unas antiquísimas y típicas preparaciones estilo “alfajor” rellenas con dulce. Su masa se compone básicamente de harina, huevo, grasa de cerdo y el imprescindible toque de licor de anís.


(3) Ambas muy cercanas a Plaza Miserere. De hecho, el nombre 11 de Septiembre es claramente alusivo a la estación de trenes . Así lucía dicha plaza por esos años (circa 1890) según quedó registrado gracias a la siguiente toma de Samuel Boote (prestigioso fotógrafo de la época) con vista de la acera sur del espacio verde y el frente de edificios sobre Avenida Rivadavia.